¿Qué hacemos con los turistas?
La masificación de los destinos más
populares y la obsesión por el negocio son un problema lleno de paradojas.
¿Todos los viajeros son un problema? Sí, salvo cuando se trata de nosotros
IÑIGO DOMÍNGUEZ
2 JUL 2017 - 03:53
Piensen en el contraste de estas dos frases que usamos
habitualmente cuando definimos un lugar: “Es un sitio de turistas” o bien “Es
un sitio auténtico”. Está claro cuál es la frase negativa, pero ¿por qué un
sitio de turistas no es bueno? Lo asociamos a que es caro, a que la calidad
puede ser dudosa; que sus productos, su decoración, no representan el lugar,
sino una versión de escaparate que reconstruye aquello que el turista cree que
es típico de allí. En resumen, todo lo sitúa en un espacio irreal, de artificio
y falsedad. Entonces, ¿qué estamos haciendo con ciudades que son eso,
turísticas? Cualquiera puede responder: creamos lugares irreales de artificio y
falsedad. Parques temáticos. Algo que era divertido se ha convertido en una
pesadilla.
Curioseemos en la otra frase, en el sitio auténtico, un
barrio, una tienda, un bar. ¿Por qué lo es? Porque sigue siendo como era antes.
Antes de que llegaran los turistas, se entiende. Es decir, que no se ha esforzado
por cambiar, por transformarse en el objeto que los turistas esperan. En un
tópico que responde a un estereotipo, con un efecto curioso: en realidad el
turista no quiere sorpresas, espera que todo sea exactamente como se lo
imagina, por las nociones construidas por las leyendas o las películas. Las
ciudades que quieren atraer turistas se desviven por ser como imaginan que
ellos quieren que sean. Por decirlo de una vez: el turismo envilece los lugares
y a la gente. No es que los ciudadanos se dediquen a sus cosas y luego, como es
un lugar bonito, pasa gente por allí. Es que ya solo se dedican a esa gente que
pasa por allí y el lugar deja de ser bonito. ¿Qué hay que hacer para que pase
usted por aquí y deje su dinero? Como en Bienvenido, Mister Marshall: por orden
del señor alcalde, todos los vecinos se visten de andaluces.
El factor decisivo es que ya hablamos de muchísima gente.
Elizabeth Becker, antigua periodista de The New York Times, ha analizado
lúcidamente el nuevo monstruo del turismo en su libro Overbooked: The Exploding
Business Of Travel And Tourism (2013). Explica que es una cuestión de cifras:
en 1950 se registraron 25 millones de viajes turísticos, en 1970 viajaban 250
millones de personas, 536 millones en 1995… El año pasado fueron 1.235
millones, según la Organización Mundial del Turismo. Recuerden aquel anuncio:
“Curro se ha ido al Caribe”. En realidad el fenómeno ha explotado en los
últimos años y es relativamente nuevo verlo como un problema que necesita
soluciones e ideas. El turismo solo empieza a considerarse como industria en
los noventa y el primer cálculo de su aportación al PIB mundial es de 2007,
cuando se demostró que venía a ser como el petróleo o la agricultura. Ahora
representa el 10%.
El turismo no es bueno ni es malo en sí mismo, depende de
los Gobiernos y sus políticas, y también de las decisiones de cada uno de
nosotros. Es ya un aspecto más del consumo responsable para preservar el mundo,
como ocurre con la comida o la energía. Ahora se trata de cómo se deshumanizan nuestros
pueblos y ciudades. Se ve bien en cómo se está perdiendo esa inquietud de
aprender unas palabras en el idioma del lugar donde se va. Muchos turistas
piden en el bar en su propia lengua y es el camarero el que les tiene que
entender. Es un servicio que exiges, no un lugar que visitas.
Este es un asunto lleno de hipocresía y paradojas. Por
ejemplo, los lugares turísticos odian a los turistas que no se gastan dinero en
ellos. La diferencia es el dinero. Sin él somos simplemente perroflautas o,
peor aún, inmigrantes. Lo apunta Adela Cortina en su último libro al
diseccionar la xenofobia: somos hospitalarios con el turista y recelosos con el
refugiado porque lo que nos molesta no es el extranjero, sino la pobreza. Los
3.000 pasajeros de un crucero que desembarcan en Santander, pasean y vuelven a
bordo sin gastar dinero ni en una coca-cola constituyen un fracaso para la
ciudad, incluso un fraude. En ese caso, en Santander pensarán que deben hacer
algo, estimularlos de alguna manera para que se gasten el dinero, y esa es la
labor de un ente político que necesita una profunda reflexión: la promoción
turística. Su objetivo no es atraer gente, sino dinero. Si en un mundo ideal y
aún más absurdo les mandaran una transferencia, estarían encantados, así no
haría falta que vinieran. El sueño es el turismo llamado “de calidad” o, ya
puestos, millonario, siendo las personas valiosas solo las que tienen dinero.
Las otras no tienen calidad como personas.
1235 MILLONES DE VIAJES
En 1950 se registraron 25 millones de viajes turísticos. En
1995 fueron 536. Ahora se calcula que rondan los 1.235.
La novedad es que en algunos sitios donde el asunto se ha
ido definitivamente de madre han empezado a odiar ya a todos los turistas, así
en general. “All tourist are bastards” (todos los turistas son unos cabrones),
dicen algunas pintadas en Barcelona, donde ya consideran el turismo como su
primer problema. La capital catalana ofrece una de las paradojas más malévolas
que nos ha dado este fenómeno: un lugar tan obsesionado ahora con su identidad
la ha perdido por vender su alma al diablo. En las Ramblas tienes a
paquistaníes que venden sombreros mexicanos fabricados en Vietnam como si todo
fuera de allí, incluidos ellos mismos. ¿Cómo se ha llegado a esto? Bru Rovira
cuenta en su hermoso libro sobre seres marginales de Barcelona, Solo pido un
poco de belleza (Ediciones B), cómo se iba echando a las familias de toda la
vida del barrio antiguo. Relata el acoso a unos ancianos, los últimos del
edificio que no querían irse: recurrieron a contratar a un africano que por las
noches hacía rugidos de león en la escalera para aterrorizarlos. La codicia ha
ido corroyendo una comunidad, una forma tradicional de vida. Barcelona ha
muerto de éxito y Granada o San Sebastián empiezan a dar mucho miedo. El centro
de Madrid se deteriora a gran velocidad.
En cambio, muchos otros turistas viven y padecen una
paradoja: quieren encontrar esos sitios de verdad, reales, y odian los lugares
turísticos. Para eso hay que moverse contracorriente, esquivando la masa. Y
aunque lo consigas, los propios lugares pueden resultar decepcionantes. París o
Roma, más grandes, diluyen la multitud, pero ciudades con núcleos históricos
pequeños, como Dubrovnik, o cualquiera al alcance de un crucero han sido
destruidas. Sin duda, la mayor paradoja, y la más puñetera, es que en realidad
todos somos turistas en cuanto nos movemos de casa. ¿Todos los turistas son
unos bastardos? Sí, salvo cuando los turistas somos nosotros. Estar solo en un
sitio ya es un privilegio. Un extremo es Bután, cuya visita solo está al
alcance de quien tiene mucho dinero. ¿Cómo seguir siendo un viajero, un
concepto mucho más romántico? La prioridad es huir de la masa, pero esto ha
hecho abrir pizzerías en los rincones más recónditos y ha potenciado el turismo
exótico majara, con su variedad de aventura.
París o Roma diluyen la multitud, pero lugares con núcleos
históricos pequeños o cualquiera al alcance de un crucero han sido destruidos
Pero no hace falta irse tan lejos. Lo decisivo es la actitud
y la curiosidad. Camilo José Cela, en Viaje a la Alcarria, o Patrick Leigh
Fermor, que recorrió a pie Europa, enseñan que la maravilla aguarda en
cualquier lugar si uno tiene la curiosidad y se toma el tiempo de observarlo. O
Jack London y Paul Theroux en sus viajes en tren. Es muy posible, solo hay que
viajar de otra manera, a ritmo humano. La última frontera de esta aceleración
hacia la irrealidad es el segway: ni se camina por los sitios, se flota sobre
ellos a toda velocidad, sin poner los pies en el suelo y a veces mientras se
habla por el móvil. Constatas que la gente ya olvida dónde está cuando ves a
los que se hacen selfies sonriendo en Auschwitz.
En nuestras ciudades parece que estamos ante decorados que
crecen sin parar, donde cada vez es más difícil encontrar lo auténtico. La
pregunta elemental entonces es: ¿qué es la realidad? Ya es la que vemos, no hay
otra versión auténtica. Lo diagnosticó Pier Paolo Pasolini con su ojo clínico
hace ya medio siglo en su batalla por salvar Saná, la capital de Yemen, una
maravilla entonces muy desconocida. Los muros de la ciudad vieja corrían el
peligro de ser demolidos e hizo un documental para llamar la atención del mundo
y de la Unesco (le hizo caso de forma póstuma, fue declarada patrimonio de la
humanidad en 1986). Pasolini explicaba en la película el problema de la ciudad
vieja —salvando las distancias, similar a lo que ha ocurrido en España—: “La
clase dirigente yemení se avergüenza de ella, porque es pobre y sucia, y ya ha
decidido prácticamente su destrucción. Por lo demás, la destrucción del mundo
antiguo, es decir, del mundo real, está en marcha por todas partes. La
irrealidad se expande a través de la especulación urbanística del
neocapitalismo. En lugar de la Italia bella y humana, aunque fuera pobre, ya
hay algo indefinible que llamar feo es poco”. Y era 1971. Dice exactamente eso:
la irrealidad.
La destrucción del mundo antiguo y popular, de lo auténtico,
a manos de la modernidad era una obsesión de Pasolini. De hecho, otra de sus
bestias negras era la televisión, contra la que escribió textos asombrosamente
proféticos. Y era la televisión de los setenta, antes de las privadas. “Nos
dirigimos a la Unesco para que ayude a Yemen a tomar conciencia de su identidad
y del país precioso que es”, concluía en su llamamiento. Y aquí están dos
claves profundas de este asunto: la identidad y la belleza. La degeneración
consiste en la destrucción de una comunidad, la desaparición de las tiendas de
barrio, de las familias, de los niños y los ancianos. Si estamos convirtiendo
nuestras ciudades en sitios que no son de verdad, ¿en qué quedamos convertidos
nosotros que vivimos en ellos? ¿Qué somos, qué queremos ser? ¿De verdad eso que
ven los turistas? La muerte de los barrios históricos es doblemente letal: los
que se van, y lo dejan sin identidad, se van a vivir a urbanizaciones con menos
identidad todavía. Lo otro que está en juego, decíamos, es la concepción de belleza
de la gente hoy, una cuestión cada vez más estremecedora. Más aún si se deja en
manos de políticos patanes.
El propio Pasolini argumentaba, para defender Saná, que
mantener la belleza de la ciudad era una inversión de futuro para el turismo,
sin imaginar en qué iba a convertirse eso. Y esto ha sido verdad y lo sigue
siendo: es un motor económico fundamental para países en desarrollo. Basta ver
el drama de Egipto o Túnez con el derrumbe del turismo. Tras el tsunami de
2004, en las costas de Tailandia o Sri Lanka aguardaban desesperados el
regreso salvador de los turistas. Lo mismo en Nepal después del terremoto de
2015. Desde que comenzó la asfixia económica de Grecia en 2010, ir allí de
vacaciones es una forma de ayudar a los pobres griegos. En el polo opuesto,
Camboya, que en los noventa tuvo una ocasión de oro para inventar un modelo
desde cero: un país cerrado a los extranjeros durante décadas, con los templos
de Angkor y playas paradisiacas. Ahora es un modelo de fracaso, aunque el
turismo suponga el 20% del PIB: se han enriquecido solo las élites, los
campesinos han perdido sus tierras y el turismo sexual con menores es una
plaga.
La última frontera de esta aceleración hacia la irrealidad
es el ‘segway’: se flota sobre los sitios a toda velocidad mientras se habla
por el móvil
Más allá de las ciudades, debe considerarse algo mucho más
grave: la destrucción natural. Costa Rica es un modelo del intento de mantener
el equilibrio entre entorno y turismo responsable. Pero muchos países de
África, como Kenia, Sudáfrica o Mozambique, en los que el turismo es el primer
recurso, tienen grandes problemas, por no hablar de las islas Galápagos.
“Ecoturismo es un oxímoron, a largo plazo humanos y animales salvajes son
incompatibles”, ha sentenciado Richard Leakey, el jefe del servicio de
protección de la naturaleza de Kenia, que frenó el tráfico de marfil en los
noventa. Ahí está el turismo depredador en sentido literal, con el negocio de
las licencias de caza.
En La forma della città, otro pequeño documental de Pasolini
sobre el mismo tema de 1974, señala cómo la forma de una ciudad, sus límites,
es un problema ligado íntimamente a la naturaleza que la rodea, saber dónde
termina una y empieza la otra: “Es un único problema, salvar la naturaleza y la
forma de la ciudad”. Eso viene de algo muy italiano: la ciudad ideal, el
concepto renacentista de escala humana, donde es placentero vivir. Y en muchas
ciudades de hoy ya no es agradable vivir. Por bellas que sean, se ha hecho
fastidioso o incluso imposible. Pasolini concluye su reflexión de forma muy
tremenda: “Esa aculturación, esa homologación que el fascismo no consiguió, la
ha obtenido el poder de la civilización de consumo, destruyendo las realidades
particulares, quitando realidad a los diversos modos de ser hombre que Italia
ha producido históricamente de forma muy diferenciada. Este es el verdadero
fascismo”.
¿Qué solución tiene esto? Elizabeth Becker cita ejemplos
virtuosos. El principal, Francia, un país que ha decidido que cuanto más
Francia sea, reforzando su identidad y su modo de vida, mejor para el turismo.
Por algo se inventaron el primer Ministerio de Cultura en 1959. No en clave
mercantil, sino de protección. Lo explica en el libro el responsable de turismo
de Burdeos: “La clave para el buen turismo es planearlo para la gente que vive
ahí, para los ciudadanos, y si se hace bien, entonces el visitante será feliz
también”.
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