Turismo
Si no se regula de alguna manera, va
a ser (lo está siendo ya en muchos sitios) la última plaga de la humanidad
JULIO LLAMAZARES
1 JUL 2017 - 00:00 CEST
Vuelvo agotado de Lisboa de pelearme con los miles de
turistas que llenan de día y de noche las calles de la ciudad blanca, de moda
últimamente según parece como otras ciudades del centro y del sur de Europa.
Hacía tiempo que no la visitaba y, aparte de las vistas y de los monumentos
históricos y de las calles con sus tranvías característicos, muchos de ellos ya
solo usados por los turistas, me costó reconocerla, tanto ha cambiado en los
años últimos. La famosa gentrificación, esa epidemia económica y estética que
el consumismo impone allí donde llega el turismo en masa, ha convertido a
Lisboa en una nueva Barcelona de la misma manera en que Barcelona es el reflejo
de Roma o Praga. Fuera de los monumentos y de los barrios modernos y algunos
pocos rincones, todo se ha homologado en esas ciudades, desaparecido el
comercio y la hostelería tradicional, sustituido por las franquicias y por las
tiendas de moda, y entregadas sus poblaciones al esquileo sin escrúpulos de los
turistas, convertidos en víctimas más que en viajeros de un nuevo bandolerismo
legal y aceptado por todos o por casi todos. Poderoso caballero es Don Dinero
como para andarse con consideraciones éticas.
Pero el problema de la gentrificación y del exceso de
turistas empieza a afectar también a esas poblaciones, que ven como sus
ciudades se vuelven cada vez más caras y prácticamente invivibles, lo que las
empuja hacia al extrarradio o hacia la locura, tal es el ruido y la
aglomeración de gente. Estando precisamente en Lisboa leí en este periódico que
para los barceloneses el turismo es ya el principal problema por encima del
desempleo o la crisis, antes en primer lugar. Es decir, que lo que era una
solución económica se empieza a ver ya como un problema por muchos, incluidos
bastantes de los que viven de él. Pues, aunque el turismo cree puestos de
trabajo, la precariedad de estos y el encarecimiento de la vida que provoca
repercuten negativamente en ellos. Y lo mismo sucede con el medio ambiente, que
se intenta recuperar con nuevas tasas a los turistas, que en el fondo no son
más que una nueva forma de esquileo.
Uno de los grandes cambios de las últimas décadas del siglo
XX y primeras del XXI es la masificación del viaje, hasta entonces privativo de
las clases altas o de románticos vagabundos que se buscaban en los paisajes de
otros lugares del mundo. No creo que nadie esté contra de la democratización
del viaje, como nadie puede estarlo de la del conocimiento, pero, si no se
regula de alguna manera, el turismo va a ser (lo está siendo ya en muchos
sitios) la última plaga de la humanidad.
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