Vender las ciudades al turismo
by CronicaPopular • 1 junio, 2018 •
Jaime- Axel Ruiz Baudrihaye ||
Las ciudades europeas de más solera se están convirtiendo en
parques temáticos. O ya lo son. Los ciudadanos despiertan y empiezan a clamar
contra el turismo de masas. Sucede en Venecia, Barcelona y, ahora, en Lisboa.
El poder de constructores, hoteleros y hosteleros, ayudados por ayuntamientos
sin más idea que el lucro, han hecho que el balance de coste beneficio del
turismo empiece a ser negativo.
Las empresas inmobiliarias y las turísticas se han apropiado
de las ciudades como meros objetos de consumo, mercancías de las que se
desharán cuando dejen de serles rentables. Usufructúan y destruyen su valor,
como han destruido las costas españolas para sus negocios y luego se han ido a
destruir las marroquíes, las tailandesas o las caribeñas. Los negocios
benefician sólo a unos cuantos, mientras matan el alma de las ciudades, su
carácter, su personalidad, su original y genuino atractivo. Además, causan un
perjuicio a los residentes en su vida cotidiana y en los precios de las viviendas
que se disparan por la especulación inmobiliaria y los alquileres turísticos, a
menudo en economía sumergida.
Éramos unos ilusos. ¿Pensábamos, que en un régimen
capitalista y ultraliberal quedaba algo que no fuera convertible en mercancía?
Las ciudades se venden, son una mercancía más, un producto (“productos
turísticos”, como se llama a los destinos turísticos en la jerga del marketing
de los turoperadores). Y también éramos ilusos pensando que unos ayuntamientos
de izquierda frenarían la especulación. Barcelona, Madrid, Lisboa, París,
tienen ayuntamientos de izquierda y no lo han hecho.
Hay una gran falta de imaginación y los ayuntamientos
recurren a una especie de economía extractiva, sometidos y sumisos a los
intereses del capitalismo más depredador. Y se da la paradoja de que se utiliza
el monumento, la piedra, lo antiguo, lo permanente, para fomentar lo efímero,
el viaje fugaz, inmediato, casi virtual, a base de selfies e instagram. Un
simulacro de descubrimiento, apresurado por la urgencia de la escapada de fin
de semana, para ver Florencia en cuatro horas, o Lisboa en cinco, el tiempo de
escala del inmenso crucero fondeado durante el día en el puerto, que atraca a
las diez de la mañana y suelta amarras a las siete de la tarde.
En la Gran Absurdidad o en la Sociedad Absurda, como la
llama el pensador portugués António Vieira, “lo Incaracterístico” –en español
sería un neologismo, pero muy expresivo- se adueña de todo, (Ensayo sobre el
fin de la historia, Trescientos sesenta y cinco aforismos contra Lo
Incaracterístico, ediciones Fim de Século, Lisboa, 2009) no queda ningún
espacio, territorio, que escape a la uniformización mercantil.
So pretexto de lo pintoresco, todo se trivializa, todo se
hace idéntico. La cultura o el turismo llamado cultural se convierten en un
simulacro donde da igual ver la obra original que una copia. El viaje se hace
virtual y se ven obras de arte “porque hay que verlas”, porque están incluidas
en el paquete turístico. Pero a la mayoría les daría igual ver las copias, nadie
se daría cuenta. Como en ese pequeño museo de Elne, en el sureste de Francia,
donde han descubierto que más de la mitad de las obras son falsas.
El turismo incaracterístico dicta sus tiempos para
rentabilizar la mercancía, cuanto más rápidamente visitada, más rentable para
el siguiente turno, para la siguiente tanda. Es como la graciosa canción de
Brel sobre el burdel militar, Au suivant. El turista es ya un mero número, es
una tarjeta de embarque, un código. Es un medio para vender la mercancía. O también
es mercancía.
¿Pero dinamiza de verdad la ciudad? Se restauran edificios,
es cierto, pero en sus bajos se abren más bares, más restaurantes, más tiendas
de las cadenas internacionales. No se construyen viviendas para los necesitados
ni se abren más hospitales. Son las migajas de las mesas de los turoperadores,
como esas grandes superficies comerciales que se instalan por doquier a cambio
de unos pequeños campos deportivos o un parquecillo para justificar la
apropiación de suelo municipal.
La ciudad es rentable para unos cuantos, especuladores
inmobiliarios, turoperadores, hosteleros y hoteleros. La alianza del turismo
con los especuladores inmobiliarias es perfecta, es una nueva ley de bronce del
turismo de masas. Además, estos sectores suelen contratar una mano de obra
barata, indefensa, además de inmigrante y sumisa.
Se llama globalización, pero es descaracterización. Los
turistas acuden porque los precios son más bajos, el alcohol más barato, los
horarios de discotecas sin control; en definitiva, los destinos turísticos son
cada vez más una commodity intercambiable por la siguiente en salir al mercado,
aún más barata, aunque siempre con una pincelada pintoresca para embalar mejor
el producto.
El valor del turismo
Martin Wolf, del Financial Times, ha vuelto a poner sobre la
mesa la gran pregunta de los economistas clásicos: ¿Quién crea valor? ¿Quién lo
extrae? ¿Quién destruye valor? O, ¿quién es mero parasitario del valor
existente, creado por otros? Estas
preguntas hay que hacérselas para el turismo. No estaría de más repasar
lo que escribieran Marx y Ricardo sobre el valor,
Pero el análisis económico del turismo es muy superficial y
se basa, sobre todo, en cifras y estadísticas, muchas de ellas de dudosa
fiabilidad pues se hacen por sondeos subcontratados con empresas, no con datos
reales (los hoteles suelen ocultar sus cifras reales de ocupación y en la
hostelería, la facturación en negro es moneda corriente). Hasta Tamames lo
consideró como algo meramente coyuntural cuando es estructural. La creación de
valor es más que discutible pues normalmente se degradan los atractivos, y
hasta el carácter de los moradores.
Mariana Mazzucato, la economista italo norteamericana, (El
Estado emprendedor, 2014) ha demostrado que sólo gracias al Estado se puede
conseguir que la economía sea creativa, innovadora. Ir por delante en la
innovación, no someterse al mejor postor. Los ayuntamientos deberían hacer lo
mismo, no arrodillarse ante los turoperadores, compañías aéreas, inmobiliarias,
sino imponer sus condiciones para preservar los valores intangibles de la
ciudad y la calidad de vida de sus habitantes. Claro que, como decía hace poco
una periodista portuguesa, los turistas no votan y los residentes, sí. Y muchos
alcaldes prefieren los turistas –clientes-, a los residentes –ciudadanos-.
La llamada transversalidad del turismo no ha hecho, sin
embargo, profundizar los análisis económicos fuera del mundo universitario
(pienso en Salvador Antón Clavé, Francesc González Carreras o la mexicana
Maribel Osorio García, entre otros). Una actividad económica que afecta a los
servicios, a los transportes, a las infraestructuras, al medio ambiente, a las
relaciones laborales y a la propia fisonomía de las ciudades y otros destinos
turísticos, debería ser enfocada de manera pluridisciplinar. Sin embargo, las
administraciones turísticas prefieren fijarse solamente en las cifras de turistas, nacionales o extranjeros,
y en el dinero gastado. La OCDE ha establecido varias metodologías e indicadores
más adecuados para medir el impacto, positivo o negativo, del turismo, pero
España y los países receptivos –los que reciben turistas masivamente- no los
siguen. No les interesa saber la verdad.
Las cuentas sobre el gasto por turista están falseadas desde
el momento en que la compra se hace en diferentes países de origen. Un viajero
que llega en Easy Jet o Air France, paga el billete en origen, el alojamiento a
una empresa a menudo extranjera y, a la postre, el dinero que deja es marginal.
No es nostalgia del viaje elitista del pasado, sino devolver
la razón de ser, la esencia, al acto de viajar. Muchos cruceros masivos,
muchos turoperadores lo que venden
es el antiviaje. George Santayana –al
que algunos llaman el Unamuno norteamericano- ya advirtió sobre la trivilaidad
del viaje, como se refleja en un artículo publicado por la Revista de
Occidente:https://wordpress.com/post/laplumadelcormoran.me/20
Y Gregorio Marañón también insistiría en la diferencia entre
viajero y turista: https://wordpress.com/post/laplumadelcormoran.me/668
Finalmente, hay una pregunta que hice hace mucho tiempo y
que deberían hacerse los ministros, consejeros y concejales de turismo ya que,
al fin y al cabo, parece que están para defender los intereses de todos y no
sólo de las empresas: ¿Cuántos turistas queremos?:
http://estadisticas.tourspain.es/img-iet/Revistas/RET-143-2000-pag111-120-84424.pdf
La alternativa
El enfrentamiento no es entre sí al turismo o no al turismo.
Hay más matices. No se trata de expulsar a los turistas sino de no dar
facilidades a los que hacen de las ciudades mercancías de saldo, a los que no
entienden el principio, claro y evidente en la economía, de saturación del
mercado o, dicho en términos turísticos, de sobrepasar la capacidad de carga.
Se trata de evitar la explotación descarada y desaprensiva de las ciudades.
Al igual que los museos responsables limitan el aforo, así
como un camión no puede llevar más carga que la permitida por su mecánica y por
la seguridad, las ciudades no pueden rebajarse ni someterse al mejor postor y
ser aplastadas por el turismo masivo. Los ayuntamientos deben huir de la
ignorancia y de la extravagancia.
Hay otras alternativas, como mejorar los transportes
públicos, cuidar de sus jardines y calles, de sus cloacas, proteger los
comercios y oficios que constituyen la personalidad de una ciudad. Se puede
favorecer el turismo delicado, el no depredador, las empresas hoteleras y
hosteleras de calidad, no de cantidad, se pueden escalonar las tasas turísticas
según el impacto ambiental (para el CO 2 y para los residentes), se pueden
limitar los gigantescos autobuses turísticos (y en Lisboa, los peligrosos y
ubicuos tuk tuks).
Es preciso recordar que el sector turístico es y ha sido
siempre –por lo menos en España- uno de los más reaccionarios y reacios a las
leyes. Ya tuvo con Fraga su bautismo, liberándolo de muchas trabas urbanísticas
y de impuestos. Este sector se ha opuesto, sucesivamente, al pago de los
derechos de autor por la música y los vídeos difundidos en los hoteles y restaurantes,
a la ley anti tabaco, ha arrastrado los pies –nunca mejor dicho- ante las
normas de accesibilidad para minusválidos, ha hecho la guerra al más mínimo
atisbo de imponer una tasa turística (algo que existe desde hace decenios en la
país más capitalista del mundo, Estados Unidos). En fin, ha sido el sector
mimado de la dictadura franquista y todavía quiere seguir disfrutando de sus
franquicias laborales, ambientales y fiscales y de su manoseado cebo de que
crea empleo (precario).
Las administraciones, que representan el bien común (aunque
Nietzsche decía que este término era una contradictio in terminis), son las que
deben poner coto y límites a la depredación, a la especulación inmobiliaria y
comercial, al agobio del turismo. Por el bien de los residentes y por el bien
de un turismo que sea sostenible económicamente y no de usar y tirar cuando
haya sido destruido el atractivo originario.
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