Hoy se compran vacíos edificios para ofrecer más
apartamentos a los turistas que vienen en 'low cost', se alojan en 'low cost' y
comen en 'low cost'. Pero esta será otra Lisboa
Daniel Peral
12.08.2017 – 14:28 H.
Me sucede siempre y he venido aquí muchas, muchas veces.
Atravieso la planicie reseca del Alentejo, a la que los portugueses, tan
poéticos, llaman Dourada. Dejo a izquierda y derecha los duros
barrios-dormitorio del sur del Tajo y llego al puente 25 de Abril, llamado así
en memoria de la gloriosa Revolução dos Cravos. Pago después los 1,75 euros de
peaje, un atraco. Tendría que haber revertido al Estado hace 10 años al vencer
la concesión. Entro en O Ponte y comienza la magia. Aparece a Cidade Branca, la
ciudad blanca, los barrios de Estrela, Chiado, Alto, Baixa, Alfama, una línea
de blanco inigualable, filtrado por la humedad del estuario.
Abajo, los verdes y azules siempre cambiantes del Mar de la
Paja, la desembocadura de O Tejo. Y cuando termina el puente, te encuentras
enfrente uno de los lugares de descanso más hermosos del mundo, el Cemitério
dos Prazeres, el Cementerio de los Placeres. No fue un genio de la poesía
universal el que puso un nombre así a ese lugar. No, el cementerio tomó el
nombre de la finca de recreo que había allí. Pero ¿qué mejor lugar para reposar
eternamente que en esa ladera orientada a poniente, frente a las puestas de
sol, donde el gran río ibérico llegado desde Albarracín se pierde finalmente en
el brutal Atlántico.
Luego, aparco en un lugar secreto para llegar al centro. No
digo dónde para que no se llene. Antes caminabas por estos barrios vacíos,
despacio, disfrutando de cada edificio, de cada esquina, de las paredes, donde
los poetas callejeros lisboetas van dejando sus lamentos. Alguien escribió
aquí, en este muro, su filosofía: correr sin rumbo es esperar en movimiento.
Ahora llego al renovado Mercado da Ribeira, el viejo mercado
tradicional de frutas y verduras, convertido en una moderna nave, como de
criadero de pollos, sin alma, de pizzas falsas y ensaladas falsas, junto a
comidas neomodernas, huevos a 65 grados, anodina, como las que puedes encontrar
en cualquier lugar de este mundo, donde lo hortera se ha globalizado. Menos mal
que al lado está la monumental plaza de São Paulo, el santo que dio su nombre a
la gran ciudad brasileira, que conserva todo su sabor. Puede equipararse a
cualquier espacio italiano, la fachada imponente de la iglesia, el obelisco, el
suelo de calzada portuguesa. Pero sigue manteniendo su tono lumpen, visitadoras
como de las Vargas Llosa, perros famélicos, el supermercado cutre, los
derrotados por la ciudad romántica, bebedores de cerveza de ojos cargados,
todos mezclados hoy con 'post-posthippies', seguidores tardíos de Bob Marley, y
miles de turistas que llegan cada día a la ciudad, vestidos con la agresiva
ropa de verano, modelo carnes-fuera. El pasado y el presente, fundidos. El
futuro va ser otra cosa. Llegan los grupos inversores extranjeros y compran y
reforman edificios enteros para montar los famosos pisitos de alquiler de la
afamada página web californiana.
Antes, subías a la plaza de Camoens por el más bello de los
elevadores, el de Bica, y volvías a ver el río a través de la Rua do Alecrim,
donde tuve la fortuna de residir unos años. Paseabas con calma, entrabas en las
librerías de viejo y encontrabas las joyas de Eça de Queiroz. Veías pasar los
barcos desde el mirador de Santa Caterina, como hacían los moradores del Barrio
Alto, cuando llegaban los buques desde el lejano Brasil cargados del rico café.
Pero ahora te encuentras con la riada humana, decenas, cientos de japoneses,
ocultos bajo sus sombrillas multicolores, italianos, ingleses, nórdicos, yanquis
o franceses. Una masa que llega ahora a la ciudad gracias a la apertura de los
vuelos 'low cost', para descubrir tardíamente y transformar, lamentablemente,
una de las maravillas de Europa.
Hay otra Lisboa, la ciudad real, no tan romántica como la de
las postales, de los miradores, de los tranvías. La de los lisboetas, la que no
ve el turista
La riada humana sigue calle Garret abajo. Está a punto de
desaparecer de tanto uso la silla de bronce junto a la estatua de Pessoa,
frente a la mítica A Brasileira, donde decenas hacen cola para hacerse la foto
de rigor sin que el interesado de turno se preocupe por saber algo, estimo, de
una de las glorias de la literatura universal del siglo pasado. Toda la calle,
antes espejo del comercio local, es ahora un muestrario de las marcas del mundo
globalizado. Las colas se extienden a los pies del ascensor de Santa Justa para
subir al Carmo. Toda la hermosísima Rua Augusta, la central de la Baixa, es un
restaurante 'low cost'. Están desmontando la vieja ciudad y remontándola de
otra manera.
Hay otra Lisboa, la ciudad real, no tan romántica como la de
las postales, de los miradores, de las rúas, de los tranvías. La de los
lisboetas, la que no ve el turista, la de los miles que llegan a primera hora
de la mañana en barco desde la proletaria Barreiro, en la orilla sur del Tajo;
la de los miles que se meten en el atasco matutino y vespertino desde las
ciudades-dormitorios de Cascáis, de Sintra o de Oeiras, ida y vuelta. Los
pobres huyeron porque los alquileres en el centro eran elevados. La burguesía
abandonó la ciudad romántica que hoy tanto atrae a los turistas porque estaba
vieja, en ruinas. Los plásticos cubrían los pisos de las casas de la monumental
plaza del Rossio, con sus bellas buhardillas abandonadas, para que no calara el
agua de lluvia al de abajo.
En muchos bloques quedaban algunos ancianos. Hoy se compran
los admirados y vacíos edificios de la Baixa para ofrecer más y más
apartamentos a los turistas que vienen en 'low cost', se alojan en 'low cost' y
comen en 'low cost'. Pero esta será otra Lisboa. No la ciudad antigua y
señorial, que cantaba la canción. Y que no era 'low', sino, simplemente,
asequible.
La cercana Sintra, su parte vieja y la montaña al sur,
Patrimonio de la Humanidad, no se libra de la riada humana. Lo más agradable es
perderte por sus callejuelas, contemplar los viejos palacetes, admirar la
mágica montaña, siempre húmeda, siempre verde. Te alojas en un antiguo chalet en
la subida al Palacio da Pena (no merece un desvío, como diría la guía Michelin,
porque es el 'summum' del 'kitsch' por fuera y por dentro). Y a las nueve de la
mañana te sorprende, no el canto de los pajarillos ni el inigualable olor de
este entorno, la humedad del ambiente, los eucaliptos, los laureles, el
profundo olor a hongos de la madera en descomposición debido a la altísima
humedad, sino la riada de coches que suben a tan evitable lugar. Abajo, en la
ciudad de estrechísimas calles, aparcan cientos de vehículos de las maneras más
increíbles, tras saltar veinte centímetros de escalón entre el asfalto y la
mínima acera, pegados contra un muro, dejando por debajo un espacio de medio
metro. Aunque lo mejor es una fila de coches aparcados junto a la señal:
'Peligro, caída de rocas'. Los fabricantes de automóviles deberían probar sus
nuevos modelos en Sintra. Si sobreviven, si no se rompen al aparcar, es que son
muy buenos.
No me extrañaría que, dentro de poco, la Unesco declare un
'numerus clausus' para entrar en la ciudad, como si fuera la cueva de Altamira.
Habrá que pedir cita por internet. Si no es así, revienta.
Vuelvo a la capital que puede convertirse en una nueva
Venecia, saturada, o en unas Ramblas, al borde de la explosión. Hablo con un
joven presentador de SIC, la televisión privada. Están reventando Lisboa, me
dice. Hace unos días, Jorge Costa, diputado del Bloco de Esquerda, que, junto
con los comunistas, apoya el gobierno del socialista Antonio Costa, me
reconocía que la ciudad está en peligro.
No me extrañaría que la Unesco declare un 'numerus clausus'
para entrar, como en la cueva de Altamira. Habrá que pedir cita. Si no es así,
revienta
La Baixa, arrasada en el terremoto de Lisboa de 1755 y
reconstruida de manera ejemplar por el marqués de Pombal, el déspota ilustrado,
será otra cosa en unos años.
Le sucedió a Praga. Antes de la caída del muro, del
socialismo, en 1989, era la perla escondida de Europa del Este. Sus edificios
estaban abandonados, grises, se protegían las aceras con estructuras de madera
por la caída de cascotes, pero te encontrabas los barrios míticos, Malá Strana
y Staré Město, el puente de Carlos y el castillo. Luego se tiñó de colorines,
de oficinas de cambio y de pizzerías baratas. Se puso de moda, se llenó de
turistas. Era otra ciudad.
El turismo creció en Portugal el año pasado el 10%. Para
este año se espera otro tanto. Un salto del 20% en apenas dos años, sobre todo
en la capital y en el Algarve, tiene un impacto positivo en la economía, pero
negativo en otros aspectos.
Volveré a Lisboa una vez más, claro, pero en enero o febrero
cuando haya menos gente, espero. Tengo que ir a la nueva zona de ambiente para
lisboetas, cafés-librería situada en la calle de la Cozinha (Cocina) Económica.
¿En qué lugar del mundo se puede encontrar una calle con ese nombre tan mágico?
Debe ser el antecedente del 'low cost'.
Afortunadamente, el turista deja muchos lugares libres. Va
del abigarrado centro a la torre de Belém, al más abigarrado Jerónimos, a comer
los 'pastéis de nata' y poco más. Hay espacios abiertos, como toda la orilla
del río cuajada de restaurantes, donde van los lisboetas, donde está el nuevo
Museo Maat, un pequeño Guggenheim. Tengo que perderme una vez más por Mártires,
por mi adorado Chiado, por las callejuelas, para mirar y remirar los azulejos
verdes, azules, los hermosos tejados rojos, las fachadas blancas, para ver, al
fondo, el estuario azulverdoso, siempre cambiante, para toparme a la vuelta de
la esquina con el poema escrito en la pared por un nuevo Pessoa: "Todo es
nada. Para ver Mi Lisboa".
* Daniel Peral es excorresponsal de TVE en Lisboa.
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